Altamira: la real academia del arte cuaternario

La real academia del arte cuaternario: así llamó a las cuevas de Altamira el pintor inglés Henry Moore haciendo referencia a la importancia de las pinturas rupestres que contiene.

Situado en la región de Cantabria, este conjunto pictórico, uno de los más relevantes del arte del cuaternario dentro del estilo franco cantábrico, debe su descubrimiento a la casualidad. Casualidad que llevó a un perrillo de caza a quedar atrapado entre los matorrales que cubrían la entrada. Su dueño, Modesto Cubillas, allá por el año 1868, observó que lo que pensaba que no era más que una madriguera se abría en profundidad hacia una cavidad más grande.

Puso en conocimiento de su patrón, un conocido terrateniente local y paleontólogo aficionado llamado Marcelino Sanz de Sautuola su hallazgo. Este hizo una primera aproximación para volver diez años después con la intención de investigar más a conciencia. Em 1879 se produce por parte de la pequeña María, hija de Sanz de Sautuola, el encuentro con la cueva de los bisontes y su magnífica bóveda.

Un descubrimiento de esa magnitud no podía quedar oculto y Sanz de Sautuola lo puso en conocimiento de la comunidad científica quienes, sobre todo por parte de los especialistas franceses, se mostraron altamente escépticos.Llegaron a afirmar que las pinturas habían sido realizadas por el mismo Marcelino, ya que contradecían las teorías evolucionistas: era imposible en individuos tan primitivos tamaña perfección artística.

Finalmente, la aparición de las pinturas de La Mouthe, en Francia, de similares características a las de Altamira llevó a que los principales detractores, entre los que se encontraba Emile Cartailhac, reconocieran su error y se retractaran. Altamira es desde entonces uno de los santuarios de las pinturas rupestres, designada patrimonio de la humanidad en 1985.

El conjunto rupestres está situado en un promontorio y contiene aproximadamente ciento cincuenta pictogrifos en sus diversos habitáculos que se extienden en longitud unos 270 metros. El conjunto que más resalta es, por supuesto, la llamada sala de los polícromos, que nos muestra un techo de unos 120 metros cuadrados en los que apreciamos un conjunto de animales, sobresaliendo los bisontes, caballos y algún cérvido, en un estilo naturalista que asombra dada la antiguedad de las pinturas. Acompañan a estas figuras otras antropomórficas, más esquemáticas , y líneas tectiformes.

Las figuras no forman escenas, ya que aparecen yuxtapuestas en ocasiones, sin que la perspectiva  tenga ningún interés para el artista. Este aprovecha las hendiduras, las grietas y los resaltes para proporcionar volumen a los muslos, vientre y costados, para colorear después utilizando pigmentos minerales como el negro de manganeso o carbón vegetal, y el rojo con óxido de hierro. También llegan a utilizar la sangre en ocasiones como pigmento, aglutinándolo con grasa. Como pinceles los dedos, cañas, o escobillas hechas con hojas de pino.

No cabe duda de que el artista o los artistas de Altamira habían adquirido una gran destreza en el dibujo y en la reproducción de la naturaleza. Pero la incógnita que permanece después de tantos miles de años es cuál fue la intención de llevar a cabo estas pinturas.

Durante mucho tiempo la teoría de la magia simpática es la que pervivió, sobre todo por similitud con culturas primitivas actuales. A través de esta teoría se afirma que estas repoducciones sirven para atraer la caza.

Pero actualmente se barajan otras interpretaciones más de caracter espiritual o chamanista, pedagógica (para iniciar a los cazadores) o simplemente del arte por el arte.

Sea cual fuera la razón, no cabe duda que Altamira es el ejemplo de que la sensibilidad artística es intemporal.




«MIRA, PAPÁ, BUEYES»





Sus ojos infantiles acostumbrados a recorrer los bosques, los verdes prados, en ocasiones el azul de mar, parpadearon para adecuarse a la oscuridad.

Como un rumor, mezclado con el viento, la voz de su padre se perdía en el exterior. Su joven corazón latía con fuerza mientras se adentraba en esa extraña cueva que años antes Modesto había descubierto siguiendo el rastro de su perro atrapado.

La luz del día cada vez  adelgazaba más a medida que se introducía en las entrañas de la tierra, de ese lugar llamado Altamira, como si fuera el bocado de un gran monstruo, como una pequeña Jonás.

Entonces, sin saber por qué, se desvió a una oquedad que se abría a su izquierda. Volvió a parpadear rápidamente, pero esta vez de asombro. Al levantar la vista al cielorraso de la cueva una explosión de formas se le vinieron a los ojos. Grandes animales cabeza arriba y cabeza abajo parecían recorrer el techo en una estampida sin final. Apenas se podían vislumbrar, pero se percibían ciertos rastros de color: amarillos, ocres, rojos.

El aire contenido por la emoción y el temor de la niña surgió en forma de fuerte suspiro cuando oyó la voz de Marcelino Sanz de Suntuola, su padre, llamarla:

—María, María… ¿Qué haces? ¿Dónde te has metido?

La niña corrió hacia la salida gritando a los cuatro vientos,  con todas las fuerzas de las que era capaz, aquello que había visto y que se habría de convertir en uno de los hallazgos históricos y artísticos más grandes de la Humanidad.

—Mira, papá, bueyes, hay bueyes…

Artículo y relato Elena Muñoz


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